por Mons. Demetrio Fernández, obispo de Córdoba (España)
18 de diciembre 2015
Se acercan los días
santos de la Navidad. Días de gozo y salvación, porque la Madre de Dios nos da
a luz al Hijo eterno de Dios hecho hombre en sus entrañas virginales,
permaneciendo virgen para siempre. El Hijo es Dios y la madre es virgen, dos
aspectos de la misma realidad, que hacen resplandecer el misterio en la noche
de la historia humana. La Iglesia nos invita en estos días santos a vivir con
María santísima estos acontecimientos.
El nacimiento de una
nueva criatura es siempre motivo de gozo. El Hijo de Dios ha querido entrar en
la historia humana, no por el camino solemne de una victoria triunfal. Podría
haberlo hecho, puesto que es el Rey del universo. Pero no. Él ha venido por el
camino de la humildad, que incluye pobreza, marginación y desprecio, anonimato,
ocultamiento, etc. Y por este camino quiere ser encontrado. Hacerse como niño,
hacerse pequeño, buscar el último puesto, pasar desapercibido… son las primeras
actitudes que nos enseña la Navidad. Para acoger a Jesús, él busca corazones
humildes, sencillos y limpios, como el corazón de su madre María y del hace las
veces de padre, José.
El misterio de la
Encarnación del Hijo que se hace hombre lleva consigo la solidaridad que brota
de este misterio. “El Hijo de Dios por su encarnación se ha unido de alguna
manera con cada hombre” (GS 22), nos recuerda el Vaticano II. El misterio de la
Encarnación se prolonga en cada hombre, ahí está Jesús. Y sobre todo se
prolonga en los pobres y necesitados de nuestro mundo. Con ellos ha querido
identificarse Jesús para reclamar de nosotros la compasión y la misericordia.
El anuncio de este
acontecimiento produce alegría. Es la alegría de la Navidad. Pero no se trata
del bullicio que se forma para provocar el consumo, no. Se trata de la alegría
que brota de dentro, de tener a Dios con nosotros, de estar en paz con El y con
los hermanos. Nadie tiene mayor motivo para la alegría verdadera que el
creyente, el que acoge a Jesús con todo el cariño de su corazón. Pero al mismo
tiempo, el creyente debe estar alerta para que no le roben la alegría verdadera
a cambio de un sucedáneo cualquiera.
Viene Jesús cargado
de misericordia en este Año jubilar. Viene para aliviar nuestros cansancios,
para estimular nuestro deseo de evangelizar a todos, para repartir el perdón de
Dios a raudales a todo el que se acerque arrepentido. Mirándonos a nosotros
mismos muchas veces pensamos que en mi vida ya no puede cambiar nada y que en
el mundo poco puede cambiar cuando hay tantos intereses en juego.
Sin embargo, la
venida de Jesús, su venida en este Año de la misericordia es un motivo intenso
de esperanza y es un estímulo para la conversión. Yo puedo cambiar, tú puedes
cambiar, el mundo puede cambiar. Jesús viene a eso, a cambiarlo y renovarlo
todo, para acercarnos más a él y a los demás. Se trata de esperarlo, de
desearlo, de pedirlo insistentemente. El milagro puede producirse. La navidad
es novedad.
Que al saludarnos y
desearnos santa Navidad, feliz Navidad, convirtamos el deseo en oración. El
mundo actual vive serios conflictos, que pueden destruirnos a todos. Jesucristo
viene como príncipe de la paz, con poder sanador para nuestros corazones rotos
por el pecado y el egoísmo. Acudamos hasta su pesebre para adorarlo. Él nos
hará humildes y generosos. Él nos llenará el corazón de inmensa alegría, como llenó
el corazón de los pastores y de los magos, que le trajeron regalos. Con María
santísima vivamos estos días preciosos de la Navidad.