Por Lucía Gálvez
La Navidad trae un mensaje de esperanza, anualmente
renovado en este mundo de dolores y miserias. Es un paréntesis en el cual
Occidente vive la ilusión de que aún es posible lograr una paz fraterna entre
los hombres de buena voluntad.
Como toda celebración humana, esta fiesta se ha
expresado a través de música, bailes y canciones, comidas y bebidas especiales,
regalos entre los seres queridos. Es decir, todo lo que traiga un poco de
alegría a los corazones.
Durante la Antigüedad y la Edad Media, el misterio
de la Navidad se acercó al pueblo a través de imágenes pictóricas y
escultóricas. La alegría navideña se expresaba también en canciones, bailes y
representaciones teatrales realizadas en los atrios de las iglesias. Por eso,
cuando San Francisco recreó en la gruta de Greccio el primer pesebre viviente
no hizo más que corporizar una imagen muy conocida y querida, que se propagó en
toda Europa para pasar con la misma fuerza a América.
Greccio: Gruta del Nacimiento
Cada pueblo puso su nota de color en el escenario
navideño. El nuestro fue heredero de la riquísima tradición española,
caracterizada por la alegría de sus villancicos cantados al ritmo de panderos,
zampoñas, flautas y tamboriles. Los primeros misioneros franciscanos y jesuitas
supieron adecuar esta tradición a los distintos mundos indígenas prehispánicos,
sin desdeñar influencias autóctonas. Por eso toda Iberoamérica tiene un fondo
tradicional común que se remonta a la Edad Media, con los aportes propios en
cada región.
El primer pesebre
Según el padre Lozano, historiador jesuita del siglo
XVIII, el primer pesebre realizado en territorio argentino fue el que hicieron
con arcilla de colores de los cerros los indios omaguacas con la dirección del
padre Gaspar de Monroy, en 1594. Fue en el mágico pueblito de Purmamarca, donde
todavía era señor el cacique Viltipoco, quien permitió al misionero predicar y
celebrar la misa de gallo.
Antes aún, en 1585, el padre Alonso Barzana, también
jesuita, había realizado pesebres vivientes entre los indígenas del Tucumán. En
una carta de 1613, el padre Cataldino, misionero del Guayrá, cuenta el
entusiasmo de los indios ante el pesebre.
“El nacimiento de Cristo Nuestro Señor se celebró este año por primera
vez en Loreto con una asistencia enorme de gente que contemplaba con piadoso
asombro el pesebre y lo demás que se había preparado para este fin.”
Sabiamente, los jesuitas habían adaptado algunas
formas de culto a la idiosincrasia indígena. Los guaraníes y casi todos los
pueblos de América expresaban su religiosidad por medio del canto y la danza.
En la región de Santiago del Estero y en todo el
Noroeste argentino, fue un franciscano, el violinista y cantor San Francisco
Solano, el que más impulso dio a las celebraciones navideñas. Cuenta la
tradición que los indios –diaguitas, juríes y tonocotés– quedaban extasiados al
oírlo. La alegría de su canto se transmitía a indios, españoles, mestizos y
criollos con más eficacia que muchos sermones.
Una de las descripciones más antiguas de
celebraciones navideñas es la relación que el padre Antonio Sepp, jesuita
tirolés muy habilidoso y amante de la música, escribe en 1701 en la reducción
de San Juan Bautista, de indios guaraníes. “Puse al niño Jesús tallado en
madera sobre la paja dura, con su querida madre a la derecha, el santo padre
nutricio San José a la izquierda, con una vela en la mano, y el buey y el asno
a la cabecera del lecho. Los indios adoraban y velaban mi Belén muy
devotamente. Algunos ofrecían al niño Jesús un panal; otros, una o dos libras
de cera; otros, algunas mazorcas de maíz, zapallos o melones. [...] Di orden a
mis músicos de tocar con sus pífanos y flautas unos cantos pastoriles en honor
del niño Jesús, y lo hicieron con sumo placer. Luego los cantores entonaron
unas canciones de Navidad que había traducido del alemán al guaraní.”
Muchas costumbres introducidas por los misioneros
iban a continuar a través de los años, algunas hasta el presente, como las
ofrendas de frutos de la región, bailes, cantos y representaciones junto al
Nacimiento. En el siglo XVIII se pusieron de moda en el Cuzco unos Niños y
belenes de fina hechura, conservados bajo un fanal o campana de cristal. Toda
clase de objetos diminutos y bellos rodeaba las figuras: eran los juguetes del
Niño.
Córdoba, ciudad rica y piadosa, tuvo muchos de estos
Niños. Algunos pueden observarse en el Museo Casa del Virrey Sobremonte y otros
están en manos de las familias que los adquirieron.
Fanal colonial americano
El “pasto del Niño”
Durante todo el siglo proliferaron los villancicos
barrocos compuestos por músicos criollos, españoles, mestizos o mulatos. Desde
México, Perú y Alto Perú llegaron los llamados “villancicos de negros”, que
imitaban sus ritmos y modos de pronunciar el castellano. En Jujuy, desde
tiempos inmemoriales, niños y adultos bailan por turnos la Danza de las Cintas,
trenzando y destrenzando cintas de
colores, después de haber cumplido con la adoración del Niño, mientras
cantaban:
“Destrencen las trenzas, vuelvan a trenzar, que el
Rey de los cielos se va a coronar.”
También en algunos lugares de La Rioja se conserva
la tradición de bailar y cantar, frente al pesebre, el baile de las pastoras y
el turumbé. Otra pintoresca tradición, aún vigente en las provincias del
noroeste, son los misachicos, procesiones que bajan de los cerros llevando en
unas andas adornadas con cintas y flores la imagen del Niño Jesús. Acompañan su
marcha con canciones.
Muy significativa es la costumbre de plantar trigo,
alpiste, cebada y albahaca en macetas, latas o cajones para utilizar en el
Nacimiento. “Pasto del Niño”, dice Julián Cáceres Freyre que se lo llama en La
Rioja.
También es habitual en todo el país usar para la
fabricación del pesebre toda clase de elementos de la flora autóctona: pasto
fresco y musgo, ramas, pencas y cardones, huevitos de pájaros, mica, cardos,
tierra y caracoles.
¿Cuándo empezaron a armarse estos pesebres
familiares? Agustín Zapata Gollán, el descubridor de Santa Fe la Vieja (la que
fundó Garay en 1573 y fue trasladada al sitio actual a mediados del siglo
XVII), encontró, durante las excavaciones en Cayastá, dos moldes de barro
cocido de los que obtuvo “la mitad de una pequeña cabeza de Virgen finamente
modelada y la mitad de la cabeza de un ángel”, lo que permite suponer que
servían para hacer pesebres en serie.
Cada región, cada lugar, puso su nota peculiar a los
deliciosos, ingenuos villancicos, de neto corte hispánico. También de tiempos
remotos llegaron los autos sacramentales, que se representaban y aún se
representan para Navidad, algunos con la sencillez de un “pesebre viviente” y
otros con mayores pretensiones dramáticas y musicales.
A la moda de Europa
Durante el siglo XIX, el culto por el pesebre era ya
una tradición. “En el hogar de los patrones ha de nacer Jesús –evoca Ricardo
Rojas en «La Nochebuena campesina»–. Coros de niñitos que fingen ángeles alados
y vestidos de blanco cantan entre gallardetes y luces. Y cuando el coro
finaliza, al primer son de la orquesta se abre el corro y al medio salta la
primera pareja, ondeando ya sus pañuelos para la zamba.”
Delfina Bunge de Gálvez, nacida en 1881, dejó un
testimonio sobre un pesebre privado de una familia criolla de San Isidro, a la
que fue a visitar siendo niña: “Ocupaba
una pared entera, de rincón a rincón y del piso al techo... Era como una rápida
ladera de montaña. Mucho tardamos en detallar aquel pesebre. ¿Qué no había en
él? Tierra verdadera con pasto verdadero, pastores y ovejas en profusión,
puentes y caminos. Lo que más me gustaba era el río, de verdadera agua, que
corría debajo de un puente rústico”.
Algunas familias de origen inglés o alemán iniciaron
por entonces una tradición del norte de Europa, que se propagaría por todo el
país a mediados de este siglo: el árbol de Navidad. En sus orígenes germanos,
simbolizaba el árbol de la vida cargado de frutos mágicos. Los misioneros lo
adaptaron al cristianismo, agregándole la estrella de Belén.
Las multitudes que fueron llegando de otros países a
fines del siglo XIX y a principios del XX aportaron nuevas tradiciones a las
navidades criollas. Cantares y costumbres que venían de tiempos de la colonia
se enriquecieron con villancicos italianos, alemanes, franceses, ingleses,
húngaros, polacos, etcétera, aportados por la gran inmigración.
Junto a ésta, la europeización de las clases altas
introdujo importantes cambios en las comidas criollas tradicionales de la
Nochebuena: las empanadas y pasteles, cabritos asados, alfeñiques y toda clase
de dulces caseros fueron dejando su lugar a platos y bebidas propios de otras
latitudes: pavo, turrón, sidra, champagne, pan dulce. Sólo perduraron de antaño
las pasas, higos y nueces que venían de Cuyo o del Noroeste. Hasta los colores
propios de la Navidad fueron cambiando: los azules, plateados y dorados de
campanas y estrellas fueron dejados de lado por los adornos en verde del
muérdago y el rojo de las medias de lana.
Hacia mediados del siglo se trabó una competencia
para ver quién traía los regalos: ¿el Niño Dios o Papá Noel, también conocido
como Santa Claus? Este personaje, que hizo irrupción junto con toda una
parafernalia de trineos, renos, nieve, bolsas de juguetes, ropas rojas y barbas
blancas, no era otro que el buen obispo San Nicolás de Bari –que acostumbraba
tirar monedas de oro por las ventanas a las doncellas sin dote–, con vestimenta
apropiada para los fríos países nórdicos.
En este difícil 2002, la Argentina necesita, más que
nunca, acentuar el aspecto espiritual de la Navidad, recordar que ésta es, para
los creyentes, el mensaje de esperanza y salvación traído por el nacimiento de
Jesucristo y, para todos los hombres y mujeres de buena voluntad, la fiesta del
amor, de la paz y de la unión familiar.